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Xochicuicani
Maestro en Arte Moderno y Contemporáneo, músico, poeta y loco; ingeniero en acústica, metrólogo.
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sábado, 19 de septiembre de 2009

Sobre la música comercial, la reproductibilidad de la obra musical y la nueva canción


“Que se acerquen los niños los amantes del ritmo,
que se queden sentados los intelectuales,
debo partirme en dos”
(Silvio Rodríguez, 1978)


Música gastronómica, música de consumo. De esta forma la ha definido Umberto Eco. Sin embargo, nuestros días, en realidad toda, o al menos casi toda la música, debe considerársele comercial, porque al final se vende. Es verdad que existen compositores que piensan que no importa que se difunda su obra. Pero también lo es que ni siquiera quedarán para la posteridad. Resulta curioso, pues, el término. Entendamos como música gastronómica la que sigue ciertas recetas, ciertos clichés que se sabe que llegarán al gusto del público de una manera muy sencilla. Hasta los primeros lugares del Hit-Parade. Hace tiempo, miraba la televisión: una presentadora de cierto programa de revista hablaba de la nueva canción de un conocido cantautor de música romántica. Y, según su parecer el autor era un gran compositor, pues ella, sin haber escuchado nunca antes la canción, podía perfectamente cantar la letra y le sorprendía que fuera tal y como ella lo imaginaba. Este ejemplo queda perfecto en la definición de música gastronómica.
Hablaré en esta ocasión de la música gastronómica o de consumo, en función de la utilidad que tiene en la sociedad contemporánea. Mencionaré algunas de las características que la hacen tan irresistible a una masa ávida de consumir lo que las modas le impongan.
Pero vayamos por partes. Comenzaré con el problema de la reproducción técnica en forma masiva de la obra de arte, esto a favor de la popularización (¿o debiera decir, democratización?) de determinadas obras musicales de grandes compositores de música académica.
En palabras de Benjamin, toda obra artística es susceptible de ser reproducida. En este sentido, cuando la reproducción se hace en forma masiva, empleando métodos tecnológicos modernos, la obra se atrofia en su aura, su autenticidad, su aquí y ahora. Benjamin define el aura como la manifestación irrepetible de una lejanía. Igual, muy poéticamente, Marcuse (1964) dice, casi en el mismo orden de ideas de Benjamin, que
“nombrar «las cosas que están ausentes» es romper el encanto de las cosas que son; es más, es la introducción de un orden diferente de cosas en el establecido: «el comienzo de un mundo»”.
Esto es parte de lo que la poesía hace: romper el encanto de las cosas que son. El pensamiento poético genera un conocimiento que subvierte lo positivo. La poesía (entendida como cualquier obra de arte, en cualquier medio, palabras, colores, imágenes, piedra, o sonidos), entonces, realiza la gran tarea del pensamiento. La reproducción técnica trataría, entonces, de acercar espacial y humanamente las cosas. Es decir, trata de hacer que las masas se adueñen de los objetos, de la imagen o de la pieza musical.
Siguiendo a Benjamin, la obra está ligada a su tradición ritual. La música no es la excepción, dentro de las bellas artes. La música se ha inscrito dentro de una gran tradición cultual hasta nuestros días. Desde las catacumbas cristianas hasta las grandes salas. Vaya, el asistir a un concierto de música Pop es en sí mismo un acto ritual y cultual, donde grandes masas se reúnen a cantar a coro y a bailotear con los músicos de moda. Sin embargo, la obra trasciende al rito y por lo tanto, su propia situación cultual: hoy es común escuchar una obra escrita para un determinado lugar (y con una cierta funcionalidad), en otro muy distinto al original. Por ejemplo, grandes misas se interpretan en salas de concierto, al igual que los oratorios y un buen número de obras de música sacra. Benjamin aclara:
“[...] la capacidad exhibitiva de una misa no es de por sí menor que la de una sinfonía, [aunque] la sinfonía ha surgido en un tiempo en el que su exhibición prometía ser mayor que la de una misa”.
Es sabido que algunos de los grandes compositores (por ejemplo Beethoven o Berlioz), llegaron a componer misas pero sólo por su valor estético, aunque con una buena carga de la retórica tradicional de las misas hechas ex profeso. Aunque, por supuesto, hubo (y hay) compositores muy religiosos que han escrito grandes obras como prueba de su fe. Por otro lado, también es verdad que los mismos rituales sacros han cambiado desde la época de Bach o Mozart, y es muy raro escuchar una misa de compositores de esta altura como parte de la liturgia, aunque sí es posible escucharlas en catedrales o iglesias, pero fuera de la concepción religiosa. Es decir, como un espectáculo.
Marcuse menciona que la «alta cultura» tiene sus propios ritos y estilos. El salón, el concierto, la ópera, el teatro están diseñados para invocar otra dimensión de la realidad. Asistir a ellos es como asistir a una fiesta; cortan y trascienden la experiencia cotidiana. Por supuesto que su discurso sigue en función del rompimiento con esta otra dimensión, y donde el Gran Rechazo, es rechazado a su vez.
El advenimiento de nuevos medios de reproducción técnica de la música (la radio, el fonógrafo, el CD, el mp3, etcétera) rompe entonces con la parte cultual del acto de asistir y ser partícipes de un concierto en los lugares y salas específicos para este fin. Rompe también con el comportamiento y las reglas sociales que impone el culto de este tipo de espectáculos. Hoy es fácil escuchar grandes obras en espacios que jamás pudieran haber sido pensados por el compositor: en el automóvil, en autobuses, en el metro. Gracias a determinados espectáculos y a la industria cinematográfica, no podemos pensar en estar en cualquier lugar sin la «música de fondo». Los restaurantes, la oficina, etc. Todo está diseñado para evitar ese vacío que produce el silencio. Es verdad que el hecho de tener cierto tipo de música en las fábricas y oficinas está pensado para aumentar la productividad (y como una manera de control de ruido y disminución del estrés). Aún más. La fruición de la obra musical se puede hacer de manera privada y casi en cualquier lugar y momento, esto con el advenimiento de los reproductores portátiles. Pero ello trae como consecuencia otro tipo de comportamiento. Para empezar, el aislamiento del individuo, pero no el que permite la reflexión, sino la evasión de la cotidianidad, pasar más rápido el trayecto de regreso a casa o al trabajo (que son los lugares donde se va la vida), cumplir con su ración de sentimentalismo. Pero además, la fruición superficial de la obra. El hecho de que el ama de casa haga la limpieza con música de Beethoven no necesariamente la acerca a la obra. Este disfrute superficial, por lo tanto, graba en la memoria lo más reconocible de la obra, y permite que pueda ser silbada a voluntad, aprehendida, poseída. Personalmente nunca he escuchado a nadie silbando música de Schönberg ni de Mahler. Esto recuerda el fenómeno de relacionar cierta música con algún momento trascendente de la vida. Y poder revivirlo cada vez que suena dicha melodía.
Una de las defensas de la reproducción técnica, es que ésta acerca a la mayoría de la gente a las grandes obras y, que una vez conocidas, ellos asistirían por motto propio a las salas de concierto. Esto es cierto para las obras musicales más “populares”. Si se presenta la Quinta Sinfonía de Beethoven, por ejemplo, la mayoría de los asistentes estarán allí para escuchar alrededor de 10 minutos de «tá tá tá táaaan ». Y párese de contar. De ahí, la media hora restante será una evasión de la realidad y un dejar volar la imaginación. Hay incluso los que se duermen aportando su ronquido a la gran masa orquestal y aplauden a rabiar cuando la obra termina, uniéndose al rito de la fruición sinfónica, las más de las veces de manera snob.
Umberto Eco sitúa una serie de problemas (que no cataloga ni positivos ni negativos, pues eso está en función del partido que se tome) respecto a la música reproducida. Comienza con la gradual desaparición del diletantismo (aficionados más o menos instruidos), es decir, antes, para poder escuchar una obra musical, había que saber de música, y se juntaba un grupo de personas a hacer música. Disminuye, pues, la gente que sabe leer música, pero aumenta el alfabetismo a nivel mundial. La música grabada (aunque también hay que acotar que existe de todo) pretende realizar una labor informativa con ejecuciones de buena calidad, lo cual desalienta la ejecución pública mediocre, que se hacía con ese fin. Se trataría, pues, de educar al público con ejecuciones excelsas. Sin embargo, por tratarse de un producto de la industria cultural, se difundirán las obras que puedan formar un repertorio universalmente aceptado, alimentando una pereza cultural y un rechazo a nuevas propuestas. Por ejemplo, mucha de la música de Stockhausen está tan alejada del público que la gente ni siquiera sabe de quién se trata, a menos que el escucha sea un conocedor.
Según la Real Academia de la Lengua Española, popularizar significa darle un carácter popular a algo. Y la palabra popular tiene más acepciones. Quisiera subrayar algunas de ellas:
1. Perteneciente o relativo al pueblo; 2. que es propio de las clases menos favorecidas, 3. es estimado o al menos conocido por el público en general; 4. que está al alcance de los menos dotados económica o culturalmente 5. Dicho de una forma de cultura: considerada por el pueblo propia y constitutiva de su tradición.
En fin. En cierta medida, lo popular viene de abajo. Aunque hay ciertos puntos comunes con las definiciones de diccionario, nos topamos entonces con un escollo muy complejo. ¿Se puede decir que la Quinta de Beethoven es música popular por ser conocida por la mayoría de la gente? Y si la industria de la cultura va a difundir lo más popular en música, ¿es necesario dejar olvidadas las obras de compositores que se han alejado de las masas, desde Pierre Boulez hasta Ferneyhough? Y tan es así la cosa que los discos compactos de los no-tan-populares músicos se venden a precios altísimos. Creo que tampoco hay una propuesta de difundir la nueva música por parte de los grandes consorcios industriales. Porque es música que no vende. Porque no es popular.
Acotar, pues, el término, resulta una tarea complicada, aunque no el problema fundamental, para Manuel Valls. ¿Dónde situamos entonces lo popular? ¿En qué parte del pueblo (en el rural, el campesino, el urbano)?
Para Valls, quien cita a Béla Bartók, la noción de lo popular implica la transmisión oral del conocimiento, las melodías, y esa falta de notación lleva consigo la variación, como un cambio de sus elementales estructuras. Además, este tipo de música o manifestaciones, relacionadas con el quehacer artesanal, que tienen, según lo expuesto sobre la transmisión oral, un carácter de creación colectiva. Un carácter que forma una cultura desde abajo.
La noción de lo popular sólo puede darse en mentalidades que posean una recia tradición ilustrada, que permitan oponer las realizaciones toscas y primarias de unas gentes acaso analfabetas (que no ignorantes), a las que son producto de una cuidadosa elaboración mental especializada en la que se especula sobre el cometido y la finalidad de cada uno de los sonidos que intervienen en la composición. Entonces, el concepto de la música popular sería de creación occidental. Así como la música compuesta sólo para escucharse es otra invención de Occidente. En otras palabras: el concepto de lo popular, como manifestación espontánea ligada a la satisfacción de determinadas necesidades sociales y opuesta a un arte que aspira ser pura elucubración, es decir, no dirigido a satisfacer apetencias materiales, es un fenómeno exclusivo de la mente occidental y extraño a otras culturas. Por lo tanto, las manifestaciones populares tendrán su oponente en manifestaciones «cultas» o «ilustradas».
En este sentido, Valls observa que las músicas autóctonas (equivalente, a veces, a popular) de comunidades del África Negra, islas en Oceanía, ciertas especialidades sonoras en América –sin la contaminación del influjo europeo- no pueden llevar el adjetivo de popular, ello debido a que son estructuras sonoras verdaderas per se. No son populares porque no actúa el mecanismo descrito, movido por la oposición de distintos niveles culturales en el seno de un pueblo. En este sentido, las manifestaciones culturales que surgen del pueblo, con instrumentos tradicionales, pero donde se nota una influencia o un sincretismo con culturas occidentales, tales como los “yaravis” del Perú, los “carnavalitos” bolivianos, las”chacareras” argentinas, no pueden considerarse como las manifestaciones tradicionales de los antepasados, pues usan variantes del sistema diatónico, con ritmos y giros que surgen de las danzas europeas. Es decir, quedaron los instrumentos pero no su música. El pensamiento occidental, entonces, trataría de elucubrar cómo pudieron haber sonado o de qué forma fueron usados, pero con el bagaje cultural que caracteriza al pensamiento ilustrado.
En conclusión, la música popular es un componente cultural posible en las áreas de penetración mental de occidente, en un arte ilustrado (sin utilidad específica e inmanente), por una parte, y por otra, de unas creaciones, reflejo de aquellas, que cumplen con fines de aplicación inmediata (danza, magia, trabajo, etc.) . Con las consideraciones anteriores se han marcado límites sobre el valor de la música llamada popular, como factor de conocimiento etnomusicológico. Pero hay otro tipo de canción, que no viene del pueblo sino que tiene su destino en él. Al ser aceptada por el pueblo, alcanza el adjetivo de «popular». El pueblo la populariza. Surge entonces la llamada canción popular o pop song.
No nace del pueblo, efectivamente, pero es el pueblo, o más bien, la sociedad indiscriminada, quien le da el apoyo de popularidad con su aprobación y aplauso. Valls distingue de dos tipo de canción: la que se impone por sus cualidades (cualesquiera que estas sean; creo que Valls no se refiere a cualidades estéticas propiamente dicho, sino más bien de índole comercial, lo cual explicaré después), salvando fronteras y cuya popularización no está ligada a un grupo urbano en concreto; y otro tipo de canción que cuaja y crece en determinadas ciudades –a las que está estrechamente unida-, desde las que irradia su popularidad. En el primer caso entiéndase a la canción gastronómica, de lo cual profundizaremos más adelante. Pero en el segundo, según Valls, manifestaciones urbanas que nos remiten a sus lugares de creación: el tango, el fado, el chotis o la java.
La reproductibilidad técnica, entonces, tendería a popularizar, a “grabar” en la mente de la audiencia qué música vale la pena escuchar. Pero también orillándola (independientemente de su valor artístico) a un trasfondo sonoro percibido como complemento habitual de otras operaciones doméstica, como Eco ha explicado. Este tipo de popularización contribuye a la homogeneización del gusto, y que el público adquiera determinados productos de consumo por modas. Contrariamente a lo que se ha definido como música popular o folklórica (Folk: pueblo lore: conocimiento), que se transmite de manera oral como un producto “inacabado” y colectivo, unido a las tradiciones de un pueblo y arraigado con el paso del tiempo, la música de consumo debe envejecer pronto para crear la necesidad de un nuevo producto. Recordemos que las modas se obsoletan desde el mismo momento en que estas surgen.
Ya he comentado que la música hecha exclusivamente para escucharse es un producto de la mentalidad occidental. Toda la música tiene un cometido accidental o adjetivado y de importancia variable, con la sola excepción de la música producida en el marco de nuestra civilización a partir del siglo XVII, poco más o menos, hasta nuestros días. La humanidad ha usado la música como factor de incitación de guerra, para infundir ánimos –danzas-, exaltación de los valores patrios –himnos-, como elemento social, etc. Como música para la escena, en danza, o teatro, la zarzuela o el cine. En este sentido, la mediatización de la música a través del cine ha dejado en claro que todo discurso musical debiera estar respaldado por un background de imágenes o historias. La música, que tanto tiempo tardó en emanciparse y dejar de ser una pieza utilitaria, con una función específica, llegando hasta la música pura, vuelve a ser orillada a una funcionalidad artificial, para llenar el vació del silencio, como discurso político o, sobre todo, con fines comerciales.
Valls considera que la canción pop ha sido inventada para acompañar a la juventud. El juicio que establece es puramente musical, y no muy útil para este análisis. Pero hay ciertos elementos que podemos tomar de éste para nuestros fines. Para empezar, Valls no se ocupa en la letra ni su calidad. La canción estará determinada por el sistema letra-música-intérprete. Se pregunta entonces qué queda de la música de una canción sin su letra asociada, o incluso, sin la particular interpretación de tal o cual cantante. En este orden de ideas, dentro de la música comercial se mueven un complejo de estímulos que no siempre obedecen a una intencionalidad musical y en los que la música es sólo el excipiente que da cuerpo a otro ingrediente mental. La canción de consumo, por lo tanto, es otra de las herramientas de los mass media. En su mayoría con un contenido amoroso, sentimental. Sujeta a la moda. Casi siempre con baja calidad poética, simple, y de fácil retención. Que pueda ser tarareada y reconocida sin problemas. Y ello para poder satisfacer el gusto creado por quienes saben la forma en que funciona el mercado y la industria de la cultura.
Marcuse afirmaba que la música del espíritu es también la música del vendedor y que además cuenta más su valor de cambio que su valor de verdad. La libertad respecto a los fines de la gran obra de arte moderna vive del anonimato del mercado (Adorno y Horkheimer, 1947). En cierta medida, el artista ha tenido la necesidad de vender su obra para poder vivir. Primero bajo la tutela de algún príncipe o algún aristócrata. Posteriormente con los mecenazgos y finalmente bajo el amparo institucional. Adorno y Horkheimer comentaban que Beethoven, mortalmente enfermo, arrojaba lejos de sí una novela de Walter Scott exclamando: “¡Éste escribe por dinero!”, y al mismo tiempo, aún en el aprovechamiento de los últimos cuartetos –supremo rechazo al mercado- se revela como hombre de negocios experto y obstinado, ofrece el ejemplo más grandioso de la unidad de los opuestos (mercado y autonomía) en el arte burgués.
Y continúan:
“Víctimas de la ideología son justamente aquellos que ocultan la contradicción, en lugar de acogerla, como Beethoven, en la conciencia de la propia producción: Beethoven rehizo como música la cólera por el dinero perdido y dedujo el metafísico «así debe ser», que trata de superar estéticamente –asumiéndola sobre sí- la necesidad del mundo, del pedido del salario mensual por parte de la gobernanta.” (Adorno y Horkheimer, 1947).
De acuerdo. Pero desde un punto de vista apocalíptico (parafraseando a Eco), Beethoven no se autorrepetía, aunque siempre hay estilemas en la producción de cualquier compositor que se repiten y forman, por consiguiente, su estilo.
Resumamos: la canción gastronómica es un producto de la industria de la cultura que no persigue ningún fin artístico, sino satisfacer las demandas del mercado. Si efectivamente, como se ha dicho, el hombre de la sociedad unidimensional es un ser heterodirigido, la canción de consumo aparece como uno de los instrumentos más eficaces de coacción ideológica del ciudadano de una sociedad de masas, como bien ha apuntado Eco. La canción de consumo está hecha a partir de fórmulas que han probado su eficacia. Y se copia a sí misma, casi literalmente. Un esquema sucede a otro, una canción copia a la otra, casi por necesidad de estilo.
Se obtiene el éxito imitando los parámetros, tenemos entonces un producto de consumo que divierte, que no nos revela algo nuevo sino que se repite, nos dice lo que ya sabemos, que esperamos ansiosamente oír repetir y nos divierte. El plagio ya no es delito sino la más completa satisfacción de las exigencias del mercado, que se convierte después en instrumento pedagógico de homogeneización del gusto colectivo, y donde la novedad es introducida de forma dosificada, con el fin de no contrariar el interés del consumidor ni contrariar su pereza. El problema es cuando se ofrece la canción de consumo como la única posibilidad de fruición.
Eco clasifica el tipo de fruición en distintos niveles, a saber: 1. como evasión de la vida cotidiana y relajamiento; 2. como desencadenador de estímulos psicofisiológicos a partir de los patrones melódico, armónicos o rítmicos. Esto es, para leer más deprisa, hacer ejercicio; 3. como objeto de ejercicio de crítica estética; 4. como idealización de los grandes temas de amor o de la pasión, como provocación de efectos sensibles, casi como narcótico y 5. como un excitante capaz de suscitar disposiciones emotivas, de otro modo irrealizables por sensibilidades perezosas.
La canción de consumo (y en este punto Eco y Valls parecieran estar de acuerdo) está pensada para determinados grupos, como los adolescentes. Gracias a la canción de consumo ya todo está dicho, interpretan nuestros sentimientos y nuestros problemas. La canción amorosa agrada porque el amor se convierte en el tema universal. Expresa lo que buscan los jóvenes. Parecieran decir «ellos (pensando en el grupo de moda) sí me entienden». Cada generación tiene un estilo musical con la cual se siente identificado. Pero no sólo la emplea, la asume. Sin embargo, ellos piensan que deciden por sí mismos cuando seleccionan el estilo en que se reconocen. Pero en la que lejos de enfrentarse a sus problemas, los rechazan, los aparta. El detalle es que los jóvenes no se aperciben que dichos modelos que les guían en su comportamiento, no es más que la determinación sucesiva de modelos. Ven en “sus” canciones la satisfacción de aquellas exigencias de idealización e intensificación de sus problemas reales. Y esto es nada más en función de la canción de consumo.
Pensemos ahora en las imágenes con las que nuestros niños y jóvenes son bombardeados día a día, en publicidad, en telenovelas, en series de televisión. Modelos que inculcan el comportamiento «del típico» adolescente (como Archie, surgido en plena Segunda Guerra Mundial, un estereotipo del joven norteamericano). Se crea la típica juventud para crear al individuo medio. Todos estos mass media contribuyen, de forma industrializada, no a satisfacer las exigencias sino a promoverlas en forma siempre variada:
“A diario nos bombardean con mensajes de nuestro medio ambiente cultural que nos estimulan a buscar aprobación. Las canciones que oímos a diario están llenas de mensajes líricos que nos instan a buscar la aprobación de los demás, especialmente las ‘bestsellers’ populares de las últimas tres décadas. Esas letras dulzonas e inofensivas pueden resultar más dañinas de lo que uno piensa. He aquí una breve lista de títulos que envían mensajes declarando que algo o alguien es más importante que uno mismo. Sin la aprobación de ese alguien tan especial el ‘Yo’ se derrumba.
- ‘No puedo vivir, si vivir significa estar sin ti.’
- ‘Me haces tan feliz.’
- ‘Me haces sentir como una mujer.’
- ‘No eres nadie hasta que alguien te quiere.’
- ‘Todo depende de ti.’
- ‘Me haces sentir completamente nuevo.’
- ‘Mientras él me necesite.’
- ‘Si tú te vas.’
- ‘La gente que necesita a la gente.’
- ‘Tú eres el rayo de sol de mi vida.’
- ‘Nadie me puede hacer sentir los colores que tú me traes.’
- ‘Sin ti yo no soy nadie.’”
(Dyer, 1982).
Se resume, pues, la intensificación de los problemas amorosos que un adolescente –e incluso un adulto- puede llegar a tener. La música debe poseer ciertos elementos para estar dentro del gusto de la gente. Mientras genere expectativas y éstas sean satisfechas, la música va a funcionar como producto de consumo. Además, los giros melódicos, armónicos y rítmicos se cumplen de manera reiterada: no existen las sorpresas, no hay que pensar demasiado, todo se satisface de manera bien planeada. La forma misma, independientemente del género musical que sea, es reiterativa: un estribillo que se repite constantemente para ser grabado en la memoria, un puente musical que muestra el “virtuosismo” de los instrumentistas, con formas repetidas y gastadas.
Por si fuera poco, muchos de los grupos musicales más recientes no escriben sus propias canciones. Son escritas por la gente que produce y que sabe qué clichés son los más convenientes.
Sobre la nueva canción.
Umberto Eco y Manuel Valls Gorina mencionan el fenómeno de la llamada nueva canción o la canción «diversa», donde existe un contenido y una cierta seriedad. Aunque este último no abunda más en el asunto, Eco la ve como otra posibilidad.
Por supuesto la canción a la que se refiere Eco es la llamada Cantacronache (Nueva Canción Italiana). Este tipo de canción llegó a Italia desde Francia. La nueva propuesta era crear una canción con letras de mayor calidad, y con giros musicales interesantes. Canciones anticonformistas, polémicas, que dicen las cosas de una manera distinta a las demás. Lo importante con estos movimientos es que las letras cuentan y la música se hace escuchar. Música y poesía unidas. No cantan necesariamente sobre el amor, y si lo hacen no usan los mismos formalismos que la canción de consumo. Por supuesto, Eco habla de esto en la época en las que apenas surgía este tipo de canción en Latinoamérica. El mejor ejemplo es el de la Nueva Trova Cubana. La visión de los jóvenes músicos de esa época era que la canción de consumo estaba imponiéndose en el gusto musical. Surgieron entonces poetas y cantantes que buscaron comprometerse con su tiempo y su sociedad.
El movimiento pronto se popularizó llegando incluso hasta nuestro país. Pero la industria de la cultura ha visto la nueva mina de oro en este tipo de propuestas. Se ha seleccionado lo más cercano a las propuestas comerciales, las canciones bonitas que hablan del amor y del desamor. Y se ha perdido esa parte poética, como instrumento del engaño. Los ya viejos cantantes que propusieron en su momento salidas a este tipo de industria se han vuelto populares dentro del ámbito que hemos descrito antes. Algunos han logrado asimilarse y aprovechar la situación para continuar diciendo lo que consideran importante, muy al estilo en que Adorno y Horkheimer (1947) describen a Beethoven. La figura del cantante con su guitarra se ha estereotipado, al grado que otras propuestas dentro del mismo género son mal vistas por los seguidores de esta ya-no-tan-nueva canción. Otros se presentan como originales, pero no nada más citan: imitan, convirtiéndose ellos mismos al Kitsch.
Otro ejemplo claro del gran negocio que es la industria cultural. Como el viejo Rico McPato, a quién las retinas se le convertían en signos de dólar al notar el negocio perfecto.
Para concluir y redondear lo que se ha expuesto, citaré unas palabras del cantautor cubano Silvio Rodríguez, quien en una entrevista realizada en junio de 2003 comentó:
“(...) Pero creo que las canciones ayudan a despertar la conciencia, que nos ayudan a apoyar las evidencias, que todos vemos y que nos impulsan a cambiar al mundo, a hacerlo mejor, porque si no, vamos a acabar destruidos. Creo que es un buen papel que pueden cumplir las artes hoy en día y es un momento en que es muy necesario hacerlo”.
Y finalmente, también el arte en sí mismo ayuda a despertar la conciencia, a enfrentarnos con la realidad social en la que se vive, enfrentándonos a nosotros mismos desde una otredad que al final somos nosotros mismos y muchas veces no queremos ver. Ahí es donde también debe existir una actitud crítica ante lo que las modas imponen, no sólo desde el punto musical, sino en general. No está mal que exista la música –o cualquier otro tipo de producto- de consumo, sino que no haya se ignore que existen otras formas de fruición, que además, son capaces de generar conocimiento.

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